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  • Foto del escritorOscar Fuentes Arquitectos

Sweet home Buenos Aires: La oportunidad de la arquitectura

Actualizado: 19 ago 2022

Por Claudia Shmidt


Buenos Aires se ve tan susceptible

ese destino de furia

es lo que en sus caras persiste

Soda Stereo, La ciudad de la furia,1988

La ciudad de la furia, “donde nadie sabe de mi/y yo soy parte de todos…”: así se sentía Buenos Aires luego de cuatro años de democracia. Duró un tiempo más el temor en las caras, tal como cantaba Gustavo Cerati, la principal figura de uno de los conjuntos de rock más masivos en la Argentina por esos años. Pero se trataba de una persistencia, de una bordona resonando que más tarde se apagaría en sordina. En los años ´90 otras furias fueron ocupando la vida urbana, desplazando la anestesia de las censuras y el terror militar y político por la llamada –paradójicamente– “inseguridad”, un fenómeno asociado a la creciente pobreza que, combinado con los procesos de marginación social, la paulatina expulsión del mundo productivo de amplios sectores de la población y la intromisión del circuito de las drogas en la dinámica del consumo, alteró definitivamente las modalidades de la vida cotidiana.

La exacerbación de esa nueva noción de “inseguridad” constituyó un argumento perfecto para el desarrollo de los grandes emprendimientos corporativos, la sectorización de la sociedad, la estimulación de una nueva huida hacia los barrios cerrados al modo de Seaheaven, el emblemático vecindario del film The Truman Show, o si se quiere, al más telúrico Nordelta. La aparición de rejas, guardianes –a veces armados–, circuitos cerrados de televisión, escuchas telefónicas, alarmas, puertas dobles, muros ciegos, cierres, oclusiones; la desactivación de aquellos prácticos porteros eléctricos, los espejos convexos escondidos estratégicamente, las luces de encandilamiento selectivo; en fin, los shopping centers, fueron ingredientes que se incorporaron a una creciente tendencia –tal como gusta decirse en la jerga marketinera– de una estética amparada en la cultura de la seguridad. Claro que atrás de todo ello se encontrarían las promesas de paraísos, arcadias, armonías o naturalezas idealizadas.

De todos modos, el sonido de las cacerolas de comienzos del nuevo siglo –mucho más entonadas que los antiguos bombos y sin duda más amables que los zumbidos de las balas– marcó una inflexión social, política, económica y cultural señalando el fin de la larga década del ´90, que comenzó en rigor con los saqueos del 1989 y cerró con la ocupación de las calles y los muertos de diciembre de 2001. Aunque, para ese entonces, ya nos encontrábamos más acomodados en la nueva realidad urbana: la ironía de sweet home Buenos Aires marca un giro respecto del sentimiento del miedo. Ya no es la furia posterior al terror sino la aceptación de este “dulce hogar” –harto de crisis, lleno de basura, de indigentes, de violencia urbana, en contraste con el glamour de Puerto Madero, Palermo Hollywood, la Boca en clave Disneyland o los bares “notables” –, lo que resume al “condenado país”.

Entre la ciudad de la furia y Sweet home Buenos Aires, las arquitecturas seguras coparon buena parte de la producción edilicia de la mano de las grandes oficinas tradicionales que, de ese modo, se adecuaban a los cambios de rumbo económicos de la era de la convertibilidad y a la subsecuente era de la devaluación. La parálisis y el temor a contradecir a los comitentes ante demandas de rentabilidad m2/$ –ya sea del ámbito de las grandes corporaciones privadas o de organismos de estados nacionales– o bien, frente a la imposición de gustos según tendencias provenientes de la publicidad, la comunicación o la moda, avalaron en buena medida una incondicional sumisión al “imperio de la frivolidad”.

En este clima, las primeras camadas de jóvenes arquitectos egresados de la universidad posdictadura, sintieron un ahogo en sus posibilidades de ejercicio profesional, al menos en los términos en que se venía planteando desde hacía varias décadas. De allí surge, en principio de manera aislada y hasta marginal, una nueva actitud: la idea de la oportunidad de la arquitectura. No se trata de una rebelión irreverente, de un movimiento contracultural, de una respuesta contestataria o de cumplir el ciclo freudiano de matar al padre. Es una postura distinta, un cambio de punto de vista ante un escenario que se presentaba, en primera instancia, hostil para su inserción laboral. La oportunidad consiste en el reconocimiento de una coyuntura en la que la conveniencia de tiempo y lugar determinan una posibilidad única y particular: hay que estar sumamente atento para detectarla, o bien en permanente proceso creativo para inventarla.

La conversión de aquellas circunstancias adversas en condiciones habilitantes se enfiló, en sus primeras etapas, hacia los puntos débiles de un sistema productivo que aparecía como sólido e impenetrable. Por un lado, hacia la revalorización de aquellos encargos que el establishment desechaba por ser poco rentables, como los terrenos que por las reformas de los códigos de edificación restringían su ocupación a pocos metros cuadrados cubiertos y a programas aparentemente poco atractivos. Por otro lado, a la búsqueda de una optimización de recursos a partir de la revisión crítica de las prácticas tradicionales de la construcción en hormigón armado y ladrillo. Finalmente, hacia la relegada – o tal vez despreciada – relación arquitectura/espacio público. Desde estos presupuestos se desprenden las nuevas miradas sobre los pequeños edificios de viviendas en altura y la reconsideración hacia las casas urbanas; también cierta intromisión astuta en los concursos públicos. Oponiendo oficio frente a un acendrado profesionalismo, los más inquietos optaron por la experimentación; los más escépticos, por la ironía.


Esta lógica de la oportunidad, más cercana a la idea de la supervivencia ante las crisis que a aquellas teorías llamadas minimalistas, fue captada también por otros grupos más jóvenes, a quienes la crisis de 2001 los encontró en total sintonía. Avanzando sobre sus antecesores, ese contexto se tornó directamente en un estímulo para explorar sus límites o, desde su propia aunque frágil condición, ignorarlos sin más.

No podemos afirmar que se trate de un fenómeno porque las obras, proyectos y acciones a las que nos referimos son aun cuantitativamente insuficientes, pero sospechamos que representan un espectro mayor. Aun así, el hecho de que haya salido a la luz en la inmediatez de la crisis y del tremendo impacto que causó la violenta salida de la convertibilidad merece nuestra atención.


Mientras todo estaba paralizado, en estado de shock –porque de un día para otro el país se declaró en cesación de pagos con el consecuente aislamiento del concierto internacional; el dinero desapareció literalmente de la circulación perdiendo además dos tercios de su valor y el futuro, asociado al progreso, pasó a ser un bien en desuso–, estos jóvenes emergen como si se hubieran estado entrenando para la ocasión. Buenos Aires “con su cielo tan gris”, y en rigor todo el “condenado país”, los hacía sentir como en su Sweet home.

Ese entrenamiento fue producto de una necesidad manifiesta: crear otra clase de oportunidad para la arquitectura a través de la cual lograr infiltrarse. La brecha abierta, entre ese presente que intuían y una débil base académica, los lanzó al ejercicio de un empirismo autodidacta que les permitiera tamizar la avalancha de información global con un campo de acción que se presentaba estrecho. La diferencia que instalan estos jóvenes radica, entonces, en la orientación de sus búsquedas diversas pero con una consigna en común: estar preparados para la ocasión de poner en acción sus indagaciones. En eso consiste la oportunidad para ellos: en la detección o creación de condiciones de posibilidad adecuadas para ajustar o ensayar problemas propios de la disciplina que constituyen su centro de interés. Esta actitud se posiciona en el otro extremo del oportunismo –aquella conducta proveniente del maquiavelismo que toma en cuenta las circunstancias reaccionando rápidamente frente a la contingencia (concursos, comitencias), pero que prescinde de principios fundamentales–, si bien no siempre el oportunismo es antiético ni debe tomarse en sentido peyorativo. Pero en este caso reviste mayor interés el panorama que se abre en función de la creación de oportunidades, un espectro que muestra una gama importantes de variantes. Y es desde esta perspectiva que nos interesa poner en relación una serie de obras, proyectos, acciones y protagonistas impensable de otro modo; no los reúne el azar cronológico sino una sintonía ligada a la soltura y la comodidad con la que se mueven ante un escenario –Sweet Home Buenos Aires; condenado país– que para otros es condicionante, desalentador o, simplemente, inercial.

En esta dirección, la obra que se torna obvia desde este planteo es el Acceso al Museo de Calcos y Escultura Comparada “Ernesto de la Cárcova” de Claudio Vekstein. Emplazado en el corazón de Puerto Madero, enclave escandaloso por la desmedida inversión en tiempo record durante un período de recesión y suspensión de la industria de la construcción, su inauguración tuvo lugar a seis meses del cacerolazo. Desafiando las lógicas de aquel megaemprendimiento, la obra/escultura toma fuerza en esa situación por su impertinencia. Se trata de una pieza barata, un continnum que surge del suelo barroso en hormigón cuidadosamente calibrado y que avanza copiando –como si recreara la performance de un escultor frente a los calcos del museo– y copiándose a sí misma. Si bien la intervención es extendida en su despliegue en planta, la obra es pequeña, no se asimila fácilmente al conjunto y genera inquietud, movimiento, interrogación: todo lo opuesto a las lógicas seguras y previsibles de los recientes edificios cercanos. Pero no es sólo un gesto aislado: es una obra pública dentro de las áreas públicas de Puerto Madero cuya gran reducción es lo más objetable de toda la operación inmobiliaria. Claro que la audacia de la intervención no alcanzaba para alterar el agobio de la situación, lo que quedó literalmente expresado en la ceremonia de apertura cuyo “discurso inaugural (y despedida) de la última Obra Pública”, anunciaba la desazón reinante.

Es importante entender el acceso al museo como un episodio dentro de una serie mayor de proyectos y obras inconclusas para la misma zona, que comienzan en 1996; si bien la posibilidad para Vekstein han sido más favorables en sus gestiones con otros municipios del área metropolitana, en especial con el de Vicente López. Allí, en el Paseo de la Costa y más recientemente en el Instituto Municipalidad de Rehabilitación, pudo desplegar con mayor amplitud una potencia expresiva, frente a la cual la condición de obra pública oficia de contralor de sus ensayos lingüísticos. La combinación entre sus convicciones sobre la centralidad de la relación entre monumento y arquitectura, y el explícito reconocimiento a sus maestros y referentes Amancio Williams y Enric Miralles, enlaza su producción de modo sostenido generando una plataforma desde la cual transformar la oportunidad en arquitectura, ya sea en Buenos Aires, en Vicente López, o en el desierto de Arizona.

Haciendo centro en problemas y preguntas completamente distintas, la obra post ’01 de Oscar Fuentes orada las bases mismas del profesionalismo. Atacando sus más fuertes bastiones –el código y las tipologías por un lado y la inercia en los hábitos constructivos por otro–, el pequeño edificio en Villa Urquiza ofrece una alternativa atípica en un convencional terreno en esquina. Proyectado durante el 2002, desarma los tics que se vienen arrastrando en este tipo de soluciones y pone en ridículo la acumulación, a veces contradictoria, de normas restrictivas superpuestas en tantas gestiones que en ese momento coartaban la relación entre el beneficio de las dos fachadas y la limitación en la altura. En base a estas fuertes críticas, que tienen en el fondo una constante reflexión sobre la ciudad, en especial Buenos Aires, la propuesta de ocho pequeñas viviendas con bajísimo presupuesto –tanto que no permite poner ascensor– se resuelve con una alta complejidad en planta que, al no repetirse, pone en “jaque” a un código pensado sobre un concepto de apilamiento de plantas iguales. Revirtiendo como un guante el tradicional confinamiento de los espacios de circulación, convierte la escalera en el protagonista principal. En un juego inusual de cambios de pendientes y enlaces en contrasentido - que distribuyen a las unidades más bajas – genera una especialidad de intensidad creciente. Dominada por un manejo inquietante de la luz, que es la que conduce a los accesos de cada unidad, y por la variación de los anchos y cadencias por tramo, la irregular caja/hall/circulación ofrece una experiencia sensible y extraña para una función cotidiana y reiterada. Excede la mera condición funcional para ser pensada como un espacio público, y no solo común a la copropiedad, compartiendo las vistas desde la calle al igual que el portón que con una simple trama configura la línea municipal y calibra la medida de la privacidad.

La materialización en hormigón armado se exhibe en su condición integral de estructura/fachada individualidad de cada pieza y muestra la desprolijidad admisible para la aplicación de una mano de obra convencional. La escalera, rústica hasta la exasperación, irrumpe en el frente mostrándose en el límite de la mera construcción. Este límite entre la arquitectura y la construcción es el que prefiere Fuentes, llevándolo a la máxima tensión en esta modesta esquina con unidades mínimas. No se trata de una reedición de la fascinación modernista por la pulcritud de las formas estructurales de los ingenieros, sino que hay allí un cuestionamiento ético frente a la relación entre arquitectura y tecnología, entre material y lenguaje: la instancia de consumación física es la que sostiene la presencia de la obra de arquitectura, en esa estrecha e inefable franja que separa la mera resolución de una necesidad, de la representación. La radicación que liga esta idea extrema de construcción con la condición pública de la arquitectura también es llevada al máximo en su participación en el concurso Elemental (Chile, 2003). Su propuesta se concentraba en la intervención urbana y en la aplicación de una solución técnico-constructiva acorde con la altísima restricción presupuestaria exigida por las bases. Pero la acción se detiene en el respeto por lo privado, a punto tal que se niega a arquitecturizarlo: las tipologías, potencialmente flexibles, están sustancialmente vacías.

En una clave menos extrema, pero igualmente inquisidora respecto de los supuestos constructivos, Daniel Gelardi y Alfredo Esteves transformaron su participación en el concurso para la Escuela de Música de la Universidad de Cuyo en una oportunidad para plasmar las investigaciones que vienen realizando desde el Instituto del Medio Ambiente de la Universidad de Mendoza. El proyecto se apoya en un ajustado calibre energético entre un prisma de hormigón – calzado en el desnivel gradual del terreno, en connivencia con una terraza tratada con vegetación que oficia de filtro climático– y un tratamiento de patios y perforaciones que equilibran la acústica y la luz interior. La propuesta excede la mirada regionalista tradicional respecto de la atención al clima o a la condición sísmica. Se trata, más bien, de la puesta en cuestión del potencial técnico y operativo disponible en los modos de hacer arquitectura, en pos de una reconceptualización entre medio ambiente, materialidad y teorías que busca, aún, alcanzar otra conciliación posible.

En torno a aquel filón de los pequeños edificios y casas urbanas, tomado como oportunidad de poner en acto nuevos tópicos, sitios y temas, se hacen visibles ya algunos resultados que inciden fuertemente en la fisonomía de aquellas áreas de densidad media de las grandes ciudades que aún no han sido invadidas por los exabruptos de las torres –colmena o por las permanentes excepciones al código. Más atentos a las características de la calle, los aciertos aparecen cuando son concebidos como algo más que un nicho de mercado: cuando se desplaza en concepto de loft – teñido de afectaciones– para trabajar sobe la idea más sólida de vivienda contemporánea. En este sentido, menos radicales que las apuestas de Fuentes pero no por ello menos comprometidos con el carácter urbano de sus intervenciones, se tornan sugerentes las alternativas propuestas por la serie de edificios de estudio de Esteban Caram y Gustavo Robinsohn. Con la premisa de optimizar los recursos constructivos y un atento cuidado estructural, cada una de las soluciones propuestas –lejos de repetirse– se resisten a la lectura obvia del código de edificación, ofreciendo diversas interpretaciones sobre la relación fachada/línea municipal/retiro/enrase. El edificio de la calle Grecia (1996), realizado junto a Marcelo del Torto y Mariano Efron, fue el primeo en Buenos Aires construido con bloques de hormigón como estructura portante y marca un temprano inicio. De allí en más, Caram y Robinsohn desplegaron una serie cuya fuerza se encuentra en la manera en la que se antepuso un nuevo aparato espacial entre la calle y las viviendas, cuya notoriedad no se desprende de un factor estético sino de su presencia material. En una de sus últimas obras –las viviendas de la calle Estomba– alcanzan un punto de máxima tensión cuando la decisión de consolidar la cuadra, escalonando la volumetría e involucrando la medianera como fachada, cualifica el sitio de manera inesperada.

En un registro que se coloca a través de estas cuestiones, la oficina de los platenses BBBSA va obteniendo premios y reconocimientos a partir del desarrollo de la –moderna y antigua a la vez– relación entre arquitectura, clima y materialidad, convencidos aún hoy de que es necesario tener una “idea fuerte” que contenga la hipótesis principal de una obra, desafiando sin temor a los que sostienen que aquello ya pasó de moda. Pero esa “idea fuerte” no tiene que ser necesariamente formal: el concurso de Vivienda Pública de Alta Densidad en Singapur se basa en un concepto de “plazas en altura” con el cual se articulan los problemas tecnológicos, para mantener el equilibrio bioclimáticos en las torres, con una alternativa que ofrece una nueva sociabilidad interna entre las viviendas, quebrando así la lógica de la vivienda especulativa individual, autista, apilada indefinidamente.

En el fondo de todas estas acciones hay una disconformidad con un importante volumen de edificios en propiedad horizontal que bajaron sustancialmente su cualidad constructiva generando una masa urbana anodina. Por ahora es solo un lamento sottovoce que apenas intenta neutralizar el lado malo de la especulación y travestirlo en dato. Donde más se observa este malestar es en los edificios de pocas unidades. La operación se retrotrae a la revalorización nostálgica de emprendimientos tipológicamente similares, pero anterior a la Ley de Propiedad Horizontal. Una trampa argumental que resultó eficaz para el redescubrimiento de una pieza clave de esto pequeños rompecabezas: el patio. Se destaca en las cincos viviendas en Villa del Parque de Daniel Ventura y en la audaz combinación de diecisiete viviendas en Colegiales de Julián Berdichevsky y Joaquín Sánchez Gómez, quienes le suman una privilegiada reedición del clásico pasillo angosto y descubierto para la circulación interior. Al llevar los patios a la calle –aunque atenuada su potencia al ser tratados como balcones– los autores se colocan en el límite de las lógicas de la cultura de la seguridad: superar la obsesión de las rejas, los cierres y los reparos e intentar recuperar una vida posible en un pasado barrial en extinción expresa, tal vez sin saberlo, una suerte de provocación sobre el punto más sensible del sweet home: la división entre lo público y lo privado.

Aunque suena insólito, el patio aparece también como un último reducto para defenderse de la invasión fashion de las casas de revistas que aparecieron en los barrios cerrados, countries, urbanizaciones o condominios y de las exhibiciones de fachadas, perímetros, e implantaciones ostensibles en los loteos de estos conglomerados ficciones. Esta lectura angustiosa frente a la que se siente como una batalla desigual, reconocible en los jóvenes que ya integran las generaciones intermedias, se transforma en el punto de partida para una postura principista respecto de la posible salida a la paradoja que genera la protección –de viso militar– que brindan estos conjuntos en su instancia primera, y el alto grado de publicidad doméstica, es decir, la dificultad de mantener la cuota de intimidad necesaria en la relación entre viviendas. Un ejemplo de ello –aunque ciertamente no el único– es el de las últimas casas de Mariano Clusellas en Uruguay en las que parece declinar, más dramáticas, aquella armonía en las que, desde sus casas urbanas, se enfrenta a la hostilidad metropolitana.

Dentro del espíritu de sweet home subyacen códigos que apenas reconocemos: se trabaja con poco pero no necesariamente con síntesis; se incorporan materiales disponibles pero hasta ahora no habituales; se modifican las costumbres de los cortes, los remaches, las molduras, los encastres, los panales, con solo impartir nuevas indicaciones a los operarios. El problema no es lo nuevo sino desconocer los supuestos. Este mecanismo, que comparte algo de las técnicas de incentivos a la creatividad, es eficaz para la generación de oportunidades en situaciones intersticiales, cuando los encargos hay que propiciarlos, cuando los requisitos son incompatibles con los recursos.

Para del Torto y Efron, la búsqueda de una tecnología adecuada en vez del forzamiento de las existentes, es la clave para infiltrar arquitecturas no comunes ante comitencias marginales. La Casa Casal –que obtuvo una mención en la categoría de vivienda unifamiliar en el Concurso Steel Framing 2005– retoma el problema de la relación entre arquitectura y construcción sosteniendo los rasgos estéticos indispensables para mantener el carácter arquitectónico, sin sucumbir a un ejercicio de diseño industrial.

Los mismos criterios –el mismo espíritu– se reconocen en una experiencia ciertamente diferente. El llamado a concurso para un nuevo Centro de Trasbordos Multimodal de la ciudad de La Plata en 2002, fue relacionado inmediatamente por Oliverio Najmías y Luis Etchegorry con la apertura de la Primera Bienal de Arquitectura de Rotterdam. Esta coincidencia, forzada por ellos, fue la excusa disparadora para realizar un trabajo experimental sobre una circunstancia concreta: probar alguna de las lógicas metodológicas de las teorías diagramáticas con las que entraron en contacto a través de las investigaciones de Sergio Forster en el ámbito docente. El proyecto, desconsiderado en la instancia local, tuvo mejor suerte en su versión global, TES (Transportation Exchange System), que además de ser exhibido en la Bienal, resultó ser el único seleccionado del Cono Sur para participar en MOb_Lab. Muestra debate sobre movilidad, el espacio de una mirada. Las mismas estrategias fueron aplicadas por Oliverio Najmías –esta vez junto a su padre, Victor– para desplegar el proyecto que prefieren llamar Material Order en vez de Remodelación de las Oficinas de la Empresa THSQ, a dos cuadras de la Plaza de los dos Congresos en Buenos Aires. Allí, el avance sobre una indagación anterior en torno a la percepción sensible del espacio arquitectónico pudo articularse con una solución sobre la base de un uso no convencional de piezas de U-glass, maderas con cortes artesanales y una preocupación obsesiva por optimizar el detalle.

Esta filosofía, de difuminar los bordes ente lo políticamente correcto y lo utópico, es compartida por Ana Raskovsky y quien, con una producción aún incipiente, se desliza sin solución de continuidad entre el diseño de muebles con materiales descartables, la construcción de un recinto de baño e madera completamente suspendido en los fondos de una casa suburbana, o sumergirse en el mundo global y fundar el colectivo Supersudaca junto a otros jóvenes latinoamericanos dentro del sofisticado ambiente del BerlangeInstitut of Architecture. Este grupo, sostenido por mecenazgo, se dedica a construir proyectos globales sobre trabajos de observación de problemas urbanos en los países de origen de sus integrantes, jugando a borrar prejuicios sociales enfocando el revés de problemas tradicionales; tal fue el caso del estudio inicial Ex-Céntrica que se proponían mirar hacia los núcleos de concentración de población y poder de las grandes ciudades latinoamericanas desde poblaciones cercanas. El workshop local Red Pampeana, realizado en Buenos Aires, resultó en una prometedora experiencia para el cambio de paradigmas analíticos.

Otro de los códigos tácitos es borrar límites o, su contrario, tensarlos hasta su ruptura. En este caso, el problema de la inestable separación entre lo público y lo privado es directamente subvertido por un grupo de jóvenes integrantes de Museo Urbano quienes proponen la “explosión” de la idea tradicional de museo en múltiples lugares de exposición disponibles en distintos puntos de la ciudad. Es una operación que pone en negativos las ventanas virtuales de la web para crear salas concretas que consisten en la transformación de la vidriera de algún local comercial, en la ocupación transitoria de la calle o de espacios dentro de ellos se realiza una intervención material –con la construcción de del soporte, iluminación y definición de los límites del espacio en el cual será colocada una sola obra o instalación– por un período breve. El objetivo central es la toma de conciencia del carácter público del arte y la puesta en crisis de la idea de sitios o espacios únicos para establecer un contacto presencial, realizando la doble operación de excluir de los museos tradicionales un arte latente, todavía no visto, para así incluirlo en la calle. La diferencia con la experiencia de la reproducción en formato de gigantografías de obras de reconocimientos artistas plásticos en Rosario, es que en ese caso, se trata de una acción de difusión de figuras consagradas utilizando preferentemente grandes muros medianeros o fachadas de ubicación urbana estratégica, evocando vagamente los efectos del muralismo mexicano. En cambio, la operación del Museo Urbano sobre Buenos Aires apunta de un modo más frontal contra los circuitos tradicionales de legitimación, circulación, exhibición y consagración del arte, teniendo en cuenta que el auge de la arquitectura para museos data recién de los años 90 y, mayoritariamente, de la mano de emprendimientos privados. Recordemos también que el filón de los museos y del turismo cultural está atravesado por una competencia, poco clara, y menos leal, con San Pablo y Rio de Janeiro que se libra de manera espasmódica y desigual respecto de la consolidación de una capital cultural del Mercosur.

La dificultad política de entrever la significación que debería adquirir para Buenos Aires su nueva condición de ciudad autónoma alcanza otra dimensión. El nuevo status que le confiere la convivencia de los dos gobiernos, municipal y nacional, bajo otras reglas, le agregan un grado mayor de compacidad y la tornan cada vez más impenetrable. Sólo parece haber espacio para aquellas acciones que, de la mano de la compleja red de operadores que se activa en cada ocasión, se adhieran o sometan al devenir de las lógicas aleatorias y concentradas del mercado, en connivencia asimétrica con los dos gobiernos que operan a su vez en dispuesta entre sí.

Esto explica, en parte, el hecho de que un grupo de arquitectos muy jóvenes, graduados entre 2001 y 2003, hayan ganado un pequeño concurso para una de las sedes del Consejo de la Magistratura. El novel estudio LPS (Laguarigue, Peirano, Sojo) junto a Sol Rodríguez, captaron la ausencia de aspiraciones expresivas por parte del Gobierno de la Ciudad y fueron premiados por ofrecer “un edificio con carácter y racionalidad coherente con la coyuntura social actual de la Ciudad”, como indican en la memoria. La preocupación por los espacios y la arquitectura pública es uno de los motivos centrales que ha reunido a estos jóvenes formados en el clima de la crisis donde parecen haber desplegado un gran sentido de la intuición que, en esta ocasión, superó las propuestas de otros estudios más experimentados y con mayor trayectoria en este tipo de avatares. La consigna principal del encargo consistía en lograr máximas condiciones de flexibilidad ya que se trata de un organismo nuevo en pleno crecimiento. Este aspecto fue resuelto con un realismo poco frecuente en las etapas de formación universitaria. El anteproyecto muestra una inteligente ingeniería de plantas y una apuesta a la modificación del código para que la volumetría final y la fachada dialogaran con los edificios cercanos del casco histórico donde se encuentra. Se trata de una intervención finalmente mesurada y sin sobresaltos, ciertamente diferente del carácter provocador del Acceso al Museo, otra obra pública encargada por un organismo dependiente de la Nación.

Pero entonces, ¿qué significa que “las estrategias adoptadas (…) se encuadran dentro de la condición necesaria para encarar hoy edificios públicos”, tal como se consigna en el dictamen? Cuáles son esas condiciones necesarias, que ni siquiera estaban sugeridas en las bases? ¿Cómo puede ser que sorpresivamente, se descubran en “la simpleza, buena materialidad e integración al contexto”? ¿Corremos peligro de estar alentando una estética de la crisis, en una ciudad con superávit fiscal y con el segundo presupuesto más grande entre todas las provincias del país? El Consejo de la Magistratura es un órgano nuevo, que integra el poder judicial del gobierno de la ciudad, ahora autónoma. La sede en cuestión es uno de los siete edificios –la mayoría, oficinas alquiladas o parte de otros edificios municipales– en los que se encuentra disperso, no por razones de una pensada descentralización sino por los avatares de los acontecimientos que van requiriendo sobre la marcha más instalaciones. Este ejemplo marginal, que no escapa a una histórica problemática del funcionamiento de los poderes y la administración públicas, desnuda el “grado cero” de la autoestima urbana: ¿Cómo puede ser que Buenos Aires no se plantee la necesidad de pensar al menos las características de las sedes del asiento de sus autoridades, tradición que sí ejercitan las más importantes ciudades de los estados provinciales?

De todos modos, no todo es tan claro. Baste mencionar aquí el concurso para la Ampliación de los Tribunales de Santa Fe, una temática similar que no ofrecía dudas respecto al carácter de la encomienda. Es en el proyecto que obtuvo el segundo premio donde aparece –con mayor contundencia que en el primero, que no casualmente ganó con fallo dividido– una oportunidad de proponer fuertemente un debate respecto a la arquitectura de Estado actual. El proyecto demuestra una sensibilidad proveniente de una estrategia sistemática anclada en la prioridad que tiene esta preocupación en la producción de Martin Torrado– graduado con diploma de honor de la UBA en 2000– quien hace de la presentación a concursos públicos una gimnasia vital. El proyecto para Santa Fe, realizado con Javier Esteban y Ligia Gaffuri, plantea la vigencia de valores modernos en la edilicia pública tales como la excelencia funcional, pero se impone con una postura definida frente a la valoración del patrimonio existente en un enclave de alto simbolismo político. Lo que discute es el carácter público de estas arquitecturas, más allá de que el comitente sea el Estado. Esta posición queda mucho más clara en la Terminal de ómnibus de la ciudad de Concepción en Tucumán. Este proyecto, que ganó el primer premio y fue realizado con el mismo equipo, prioriza la implantación en una delicadísima relación entre la ciudad y el ingenio azucarero que le da vida; coloca en igualdad de condiciones la potencia constructiva aprovechando la oportunidad para homenajear la tradición de la arquitectura moderna local y logra el carácter arquitectónico a partir de una decidida cualidad espacial por sobre la retórica lingüística.

En el borde de esta relación arquitectura/política los integrantes de M7RED –Pío Torroja y Mauricio Corbalán– abren las compuertas apartándose deliberadamente de las ideas de proyecto y obra, en su sentido convencional, para internarse de lleno, literalmente, en el espacio público, urbano y ciudadano –el espacio de los site-izen, como prefieren llamarlo–, único territorio posible desde donde “actuar”. Esta “actuación” sobre la que cargan el aún vital problema de la representación, tiene directa relación con una postura principista respecto de la crisis contemporánea de la figura del arquitecto –a la que no suscriben– y a la reivindicación de la arquitectura como fenómeno social, no en los términos del heroísmo modernista sino para aplicarla como un modelo privilegiado de la política. En 2000, con el colectivo M777(20) iniciaron una serie de experimentos lúdicos basados en la recreación de simulaciones a raíz de una seguidilla de inundaciones que se produjeron en Buenos Aires: Inundación! Inesperadas posibilidades para Buenos Aires 2000-2002. Fue el comienzo de una serie de performances, blogs y eventos mediáticos que tienen por objeto el entrenamiento y el ejercicio a partir del juego, entendido como una herramienta para establecer reglas ad-hoc que estimulen la creación de fórum –en vez de edificios– que promuevan el intercambio y la interacción entre expertos y no – expertos sobre los tópicos políticos y urbanos de carácter global más acuciantes, y que tienen antiguo concepto de proyecto, que ellos descartan por previsible y temporal, al que oponen la idea de juego– más bien en el sentido que tiene la palabra Spiel en alemán, originalmente vinculada al teatro –en la que se combinan encuentros, eventos, happenings, talleres, performances y más recientemente ciertas arquitecturas, cuyas consignas son publicadas mediante blogs devenidos ahora en una herramienta para integrar participativamente a ciudadanos globales en un nuevo planning urbano. Si bien la mayoría de las simulaciones se basan en la observación modélica de las crisis producidas por catástrofes naturales para comprender las lógicas de las permanentes transformaciones urbanas, la propuesta promete ser más atractiva por su capacidad de abrir y movilizar las miradas hacia la arquitectura y la ciudad desde lugares impensados.

Desde una posición antitética, el grupoarquitectura organizado desde Santa Fe, promueve el reconocimiento entre pares, nucleando a jóvenes arquitectos que comparten el filón de la disconformidad, la experimentación y la intuición de que es necesario generar una hendidura. Intentan construir una mirada <deslocalizada de los centros editoriales y de consumo cultural> reuniendo nuevas arquitecturas a nivel nacional, cuyo primer gran evento fue la exposición Argentina/Nueva Arquitectura que tuvo lugar en Santa Fe en 2004, con la convicción de que era necesario partir de las obras construidas (<realidad matérica>) tornándose de gran interés las preguntas que formulan por la Arquitectura.

Ahora bien, hemos advertido que si bien no estamos frente a un fenómeno, la selección aquí reunida parece ser, al menos, indicativa. ¿Pero de qué? ¿Qué tienen en común, el portal de acceso a un pequeño museo, una escalera en un ignoto edificio de barrio, unos patios interiores dispersos en edificios de pocas viviendas urbanas, la exhibición de una obra de arte en una vidriera cualquiera de la ciudad, una austera sede para la administración de justicia en Buenos Aires, un proyecto no realizado en Santa Fe, en fin, una web con juegos urbanos –muy serios– en red? ¿Estamos hablando de arquitectura? Indudablemente, sí. Entendemos que la división, entre los que piensan que hacer arquitectura pasa por producir obras, edificios, eventualmente objetos cuya realización en una instancia fundamental y los que sostienen que la arquitectura es una plataforma para producir, pensar y generar una gama mucho más inefable de posibilidades vinculadas con la sociedad en múltiples aspectos, es sencillamente falsa. Lo que sucede es que estas posiciones extremas, puntuales y aleatorias están fagocitadas por la compacidad del intrincado ambiente de la cultura arquitectónica, especialmente en Buenos Aires aunque no solamente, lo que hace imposible su confrontación, cruce o complicidad. Después de todo, estas búsquedas solo intentan infiltrarse, alejándose de la conciliación pasiva con el mercado.

¿Dónde está el límite de la mirada irónica, lateral, curiosa, sobre el <condenado país> devenido en sweet home? ¿Hasta dónde se puede seguir buscando o fabricando oportunidad? Y, en todo caso, ¿cuál tendría que ser esa oportunidad para la arquitectura? Por ello se plantea aquí hacer visibles una serie de obras y arquitectos que se encuentran cómodos en una incomodidad que es necesario revelar para dar vida a un debate que aún no tiene lugar. El límite es, precisamente, este estado de situación que requiere mayor densidad teórica, profundidad para recompensar una cultura arquitectónica diezmada y a la vez urgida por abordar problemas claves que se encuentran a la espera de respuestas. La oportunidad entonces, está ahora. Habrá que pegar el salto.


*En Revista Block número 7, julio 2006.

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