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  • Foto del escritorOscar Fuentes Arquitectos

Maison Solaire de Leon Dourge, 1932-1969

Actualizado: 22 ene 2021

Por Oscar Fuentes


La ampliación de la frontera agrícola operada en la Argentina a finales del siglo XIX demandó la importación tanto de productos industriales que el país no producía como de personas. Personas necesarias primero para levantar las cosechas y luego para poblar un país semivacío. Y en esta importación de personas -que las diferentes crisis europeas se encargaron de proveer, por no hablar del racismo de nuestros gobernantes que preferían ese origen- no solo vinieron desesperados en busca de salir de la pobreza extrema, sino además, jóvenes profesionales en busca de oportunidades que en sus países no encontraban. Es por esto que las primeras camadas de arquitectos que dieron forma a nuestras ciudades serían arquitectos europeos que traían junto con su trabajo, las ideas vigentes en las academias europeas del momento. Así arquitectos europeos como Giovanni Buschiazzo, Vittorio Meano o Luis Broggi (por nombrar algunos de los que dieron forma a un sector de la ciudad como la Avenida de Mayo), fueron seguidos en el tiempo por otros como Mario Palanti, Enrico Tedeschi o Leon Dourge. Arquitectos formados en Europa, que se instalaban en un país que les prometía oportunidades que sabían no obtendrían allí (de hecho el único de todos estos que tuvo oportunidad de volver para construir en Europa -más exactamente en la Italia de Mussolini- fue Palanti), trajeron ideas y formación que ayudó a dar forma al importante crecimiento que nuestras ciudades comenzaron a tener.

El último de los nombrados, el francés Leon Dourge, luego de formarse en París en la École Nationale de Art Decoratifs, que llega a Buenos Aires con 24 años en 1914, comenzaría trabajando como dibujante en films de animación, para luego pasar a trabajar en el estudio de Alejandro Bustillo. Experiencia previa para luego formar su propio estudio

Su práctica independiente comienza con una serie de residencias (algunas para él mismo) en Buenos Aires y Córdoba (provincia donde recibiría la matriculación para construir, cosa que no lograría en Buenos Aires) obras, de carácter pintoresquista, para luego vincularse con una familia que le permitiría llevar adelante las obras de mayor volumen que construyó en su vida: los Duhau.

Comenzaría con una obra de carácter netamente neoclásico, el edificio de la esquina de Parera y Quintana en el año 1928, para pronto comenzar a llevar adelante una serie de obras influidas por los postulados del naciente Movimiento Moderno. Así proyectaría con este nuevo vocabulario obras como el edificio de Av. del Libertador esquina R. A. Siria (las fotografías de los interiores de esta obra muestran que además de la gran apertura de sus ventanas se sumaba el mobiliario Bauhaus con el que fue equipado) y el de la calle Urquiza 41 (ambos de 1929, en este último se muestra el uso de la fenêtre en longueur, elemento planteado tres años antes por Le Corbusier como uno de sus cinco puntos para una nueva arquitectura).

Pero es en 1932 donde realiza su obra más significativa: la Maison Solaire.

Esta, una casa de renta pensada para “familias sin sirvientes con 3 o 4 hijos” (o sea familias de clase media-baja, las de clase baja vivían en conventillos) proyectada para un amplio lote urbano de la calle México 1050, era -a pesar de ser un desarrollo inmobiliario privado destinado a la renta-, una de las primeras y más concretas influencias de las Siedlungen desarrolladas contemporáneamente en la Europa de entreguerra. Y aquí radica la importancia de este conjunto de viviendas.

Lo que en Europa era estatal (nacional, provincial o municipal, según el caso), de claro carácter vanguardista (entendido este término literalmente, como una metáfora de origen militar: estos conjuntos se construían en el contexto de luchas políticas que devendrían en la II Guerra Mundial), con un fin de clara reparación social (las masas de campesinos que se mudaban a las grandes ciudades tenían estas obras como única oportunidad de obtener una vivienda), en la obra de Dourge era realizado en el contexto de la Década Infame (de hecho Alberto Duhau, propietario de este edificio, era hermano de Luis, que fuera partícipe en esos años, del asesinato de Enzo Bordabehere, en el fallido atentado contra Lisandro de la Torre en el Senado de la Nación), con la sola vocación de obtener una renta económica.

Además, lo que en las obras contemporáneas europeas era realizado en grandes extensiones de terreno, aquí debía constreñirse en los límites estrechos de una parcela urbana. Así, lo que en los originales podía ser visto como expresión abstracta de la organización más eficiente de las viviendas, en la obra porteña debía acomodarse a los concretos límites irregulares de una típica parcela de Buenos Aires. Las obras europeas eran construidas en las afueras, especialmente luminosas y aireadas, cosa que no ocurría en los centros históricos de las ciudades en que se desarrollaban. Eran obras de espacios abiertos desarrolladas en lo que eran vacíos suburbanos. La Maison Solaire era un conjunto erigido en un contexto claramente urbano, donde la regla parecía ser construir edificios de plantas profundas en los que las condiciones de habitabilidad se resentían en aras de la eficiencia de la planta. Dourge entendió claramente que la calidad de una obra de este tipo radicaba en optimizar la relación perímetro-superficie, así que ensayó variantes donde extendía el perímetro organizando la superficie de construcción por los bordes del terreno de diferentes maneras, donde lo que buscaba era mejorar el asoleamiento tanto de las unidades de vivienda como del espacio común propuesto. Así, eligió una planta en herradura orientada hacia el frente, lo que gracias a la orientación Norte del lote optimizaba el asoleamiento de todo el conjunto. Este se organizaba no solo alrededor de un amplio patio de acceso, sino que además ubicaba en el frente dos bloques bajos (con acceso únicamente por escaleras y desde cada una de estas se ingresaba a dos unidades, como era común en la experiencia europea) y en el fondo un cuerpo más alto con acceso por ascensores y circulación horizontal a partir de estos.

La obra aparecía como una anomalía en el tejido porteño, y de hecho lo era: era la expresión de ideas que despreciaban a la ciudad tradicional, la consideraban símbolo de la decadencia de una sociedad. En cambio, Dourge erige con esas ideas una obra que concilia calidad de las condiciones de habitabilidad con compromiso urbano. Usaba estrategias clásicas para fines claramente modernos. Logra además encontrar cualidad en lo que la experiencia original era fundamentalmente cantidad. Y lo logra especialmente a partir de la comprensión de que la cualidad en arquitectura es una condición de la diferencia (o de la variación) y no una condición intrínseca de la forma. Ese conjunto parecía no formar parte de esta ciudad, y Dourge lo logra a partir de conciliar condiciones opuestas al extremo: por un lado los reclamos de mejoras en las condiciones de salubridad en las viviendas de las clases menos pudientes llevados adelante por las posiciones de izquierda europeas contemporáneas y por el otro la aceptación de las condiciones y restricciones que una práctica llevada adelante en un contexto capitalista y rentístico requería y en un tejido conformado por la partición para la máxima especulación del suelo urbano.

La obra moderna de Leon Dourge (que luego volvería a realizar obras de carácter neoclásico -el Palacio Duhau de la Av. Alvear para Luis (actualmente, Park Hyatt de Buenos Aires), el Palacio Ivry para Alberto- y pintoresco -como la casa Solymar en Mar de Ajó-), fue vista por la cultura arquitectónica argentina en el conjunto de la llamada ‘arquitectura racionalista’ y puesto junto a Alberto Prebisch, Antonio Vilar y otros, como una arquitectura que solo tradujo las ideas del Movimiento Moderno en la Argentina sin ver en estas obras originalidad que le otorgue valor más que el de la difusión. Según este modo de ver la arquitectura, solo las posiciones radicales merecen la mayor consideración, y toda obra que acepte trabajar en condiciones de compromiso no podrá alcanzar nunca la excelencia necesaria para lograr una atención especial (que aquí solo Amancio Williams lograría). Según este modo de entender la arquitectura, esta se acaba en planteos extremos, sin entender que estos alcanzan su potencial máximo cuando son pasibles de ser apropiados para resolver problemas concretos en situaciones de compromiso (notablemente estos críticos solo reclaman posiciones extremas para la arquitectura, no así en sus conocidas posiciones políticas donde suelen ser conciliadores: deberían haber leído a Adorno cuando decía que “los burgueses eligen una vida austera y un arte que colme los sentidos. Al revés sería mejor”).

Deberían entender que estos planteos extremos deben ser valorados justamente por su capacidad de abrir caminos de desarrollo, no por su pura alteridad a lo ya hecho. Solo comprendiendo esto lograremos que nuestra disciplina recorra un camino que nos ayude a enfrentar los problemas de las ciudades contemporáneas.

Hoy la Maison Solaire no existe, la manzana entera de México al 1000 fue demolida para dejar paso a la Avenida 9 de Julio y en estos días lo que era su jardín se está pavimentando para la construcción del Metrobús.

Literalmente la ciudad real le pasó por encima a esta sensible experiencia de apropiación.

*En Revista 1:100 número 42, enero 2013, pp 74-79.

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