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Foto del escritorOscar Fuentes Arquitectos

La celda del profesor. Acerca de la arquitectura, el tamaño y la visibilidad

Actualizado: 22 ene 2021

Por Oscar Fuentes


El tamaño ha sido históricamente, en la arquitectura, un factor determinante de visibilidad. Y al hablar de visibilidad y tamaño parece obvio que se habla del gran tamaño.

El gran tamaño ha sido siempre el recurso para marcar la jerarquía de la obra de arquitectura en su localización específica. La diferencia métrica de la obra frente a su contexto ha sido un recurso evidente para marcar su jerarquía. Este recurso tiene incluso, según el carácter de la obra, diferentes palabras para marcarlo. Así, colosal (como exageración de la escala) a diferencia de monumental (como referencia al carácter conmemorativo de la obra) refieren no solo al tamaño sino al carácter o tipo de significación que tiene la obra realizada (recordemos que los conceptos de orden colosal y orden monumental se usan además para marcar una distorsión de tamaño de los elementos dentro de una misma obra de arquitectura).

Al hablar de tamaño, hablamos también de escala (la relación de las dimensiones de la obra con las del cuerpo humano) y proporción (el sistema de relaciones métricas entre las partes de la obra), conceptos que marcan el carácter relativo de la elección del tamaño. La visibilidad por tamaño implica una distorsión de los elementos proyectados en relación a su entorno. Siendo la arquitectura una disciplina cuyas obras están pensadas para un sitio específico (salvo escasísimas excepciones, esto es una regla para la arquitectura que la distingue de las otras artes e inclusive de otras disciplinas de proyecto), la decisión del tamaño es clave para marcar la jerarquía de la obra en relación a su contexto. Este recurso es tan antiguo, que si aceptamos a las siete maravillas de la antigüedad como obras de gran visibilidad, éstas tenían como principal característica el tamaño, además de la supuesta calidad de su factura, (supuesta, ya que ninguna de ellas llegó hasta nosotros completa y recordemos que de las siete, seis son obras de arquitectura).

Pero el gran tamaño, utilizado a lo largo de la historia de la arquitectura como recurso del poder político para manifestar sus valores en la ciudad, ha visto en los últimos años (en tiempos de historia de la arquitectura, un poco más de cien años) un marcado carácter civil, relacionado más que con el poder político o militar con el poder económico. Y si antiguamente la gran escala era privativa de los príncipes, en el contexto de la sociedad capitalista se volvió un recurso más de las tantas operaciones posibles para prevalecer económicamente. Así comenzaron desde finales del siglo XIX, especialmente en EEUU y relacionado con los avances técnicos en estructuras y medios de elevación mecánica, a aparecer obras civiles de escala colosal. Y del mismo modo en que el tamaño se volvía una ventaja económica a partir de los referidos avances técnicos, se notó nota del valor simbólico y económico del salto de escala. Por primera vez las obras civiles (vivienda, oficinas, comercios, etc.) comenzaron a ser los edificios más alto de una ciudad, cambiando por completo el skyline de las ciudades de Occidente. Por eso, que esta tendencia haya comenzado en EEUU (más específicamente en Chicago) para llegar a ser paradigmática en Nueva York, llevando a una carrera donde gran operación inmobiliaria, prodigio técnico y operación publicitaria pasan al centro de la escena, no debe sorprender a nadie.

Cuando hacia 1922, en el concurso Internacional de Arquitectura para el nuevo edificio de Chicago Tribune se pedía “erigir el edificio más hermoso y distintivo del mundo” como pauta de proyecto, Adolf Loos dice que lo requerido por las bases del concurso es inútil, ya que el edificio resultante, sea por tamaño o cualquier otra operación tradicional de arquitectura, pronto será superado en su carácter distintivo, por ser la que se propone estas metas una carrera sin final. Su propuesta es erigir una sobre un pedestal (columna y pedestal que, por supuesto, contienen dentro de las oficinas del diario). A este proyecto lo define como “…una sensación, aun en nuestra desilusionada época moderna”, y cierra su presentación diciendo que la columna será construida, si no es por él, por cualquier otro, y si no es Chicago, en cualquier otra ciudad.

La lucidez de Loos (aunque no pudo prever que lo que él pensaba como la acción final del proceso se convertiría en el primer paso de una carrera de extravagancia) parece premonitoria de nuestros tiempos, donde aún en la ciudades de países empobrecidos se plantea cada vez más el singular pedido de las bases del citado concurso, “….erigir el edificio más distintivo del mundo”, relacionado siempre, por supuesto, con el gran tamaño, y donde es claro que la visibilidad que se busca está más pensada para los medios de comunicación que para las ciudades en las que estas obras se sitúan. Así, podríamos hablar de una nueva categoría referida al gran tamaño, la significación y la visibilidad. A colosal y monumental se agregaría la categoría de espectacular, a partir de cierta necesidad de impacto sensorial, requerido y posibilitado por la cámara fotográfica. Esta espectacularidad es la que permite que estos proyectos encuentren un lugar visible en los medios electrónicos (y también gráficos) y hace que su circulación mediática sea inmediata, como inmediato será el olvido ante la andanada de imágenes candidatas a reemplazarlos. Estos proyectos ya no parecen pensados para un sitio específico sino para funcionar en los medios. Así, la admonición de Karl Kraus sobre la arquitectura moderna (“La arquitectura moderna es una superfluidad basada en un correcto reconocimiento de la falta de necesidad”) alcanza un grado de verdad que impacta. La arquitectura, como disciplina arcaica, es reemplazada por una manipulación de formas que ya nada tienen que ver con ella ni con las demandas sociales que la hacen necesaria, sino que se relacionan con las estrategias de marketing, que las grandes operaciones financieras que las hacen posibles necesitan para validar su brutalidad.

“Y llegará el momento en que una celda diseñada por el profesor Van de Velde será considerada un agravamiento de la pena”. Con esta, Loos sintetizaba su desprecio hacia la arquitectura de la Secesión –la versión vienesa del Art Nouveau-, hacia todo intento de diseño total y, especialmente, hacia todo intento de síntesis entre arte e industria (razones por las cuales después trasladaría estas mismas imprecaciones hacia la Bauhaus). Para él, como para algunos pocos, el gran tema de la arquitectura moderna, la vivienda masiva, era un tema de la industria y no del arte, y desde esa mirada analizaba los grandes períodos históricos (especialmente Roma) y estudiaba la forma de vida norteamericana. Para definir esta postura realizó una acción principista con una propuesta de vivienda mínima que desarrolló poco después del concurso del Chicago Tribune. Presentó una patente bajo el título de “Casa de un solo Muro”. En el contexto de los grandes proyectos del municipio de Viena, durante los años del gobierno socialista, de 1919 a 1933, en los que participó activamente, Loos presenta esta propuesta para el desarrollo de viviendas en gran escala, con el fin de enfrentar los problemas provocados en la primera posguerra por las masivas migraciones desde el campo a la ciudad. Esta pequeña vivienda no la presenta como eran presentadas las soluciones del resto de los arquitectos interesados en el tema de la vivienda masiva, que lo hacían a la manera de la obra de arte –o sea, en exposiciones, muestras, congresos e, inclusive, en el contexto de las revistas de arte–, sino que decida patentarla, con lo cual la presenta como un objeto industrial.

La obra pequeña raramente había sido tema de interés de arquitectos. La tradición de las Follies aparece como una de las pocas ocasiones en que esto había ocurrido, pero – como se preverá– se trataba de obras que respondían más al gusto del aristócrata o del gran señor de turno para su divertimento, que a cualquier idea del valor colectivo. Dentro de esas condiciones, algunos arquitectos de principios del siglo XX, comenzaron a encontrar en las obras pequeñas la oportunidad de explorar temas de interés más general sin el compromiso que las grandes obras generalmente implican. La casa Citrohan o el estudio en Cap-Martin, ambas de Le Corbusier, aparecen como algunos de los casos en los cuales arquitectos preocupados en la necesaria readecuación que la arquitectura debía realizar en esos tiempos, encontraban un campo de prueba para sus ideas más generales sobre la ciudad, la arquitectura e inclusive la sociedad. Ya sea por ser pensados para su repetición o por incluir un sistema dimensional que aspiraba a unificar los dos sistemas preponderantes (el métrico y el anglosajón en el Modulor de Le Corbusier), estos pequeños proyectos exceden su pequeña escala para ser parte de una reflexión más abarcadora sobre problemas de arquitectura.

¿Pero qué pasa hoy con la pequeña escala en la arquitectura? No debe haber habido momento en la historia de la arquitectura en el cual la pequeña escala haya tenido mayor producción y difusión. Casi parece que la escena arquitectónica pone sus ojos especialmente en los extremos: el gran y el pequeño tamaño. Pero, así como decía que en la gran escala se bajaba a la categoría de espectacularidad, en el sentido de la casi exclusiva búsqueda de visibilidad mediática, no parece ser muy distinto el panorama de la pequeña escala. Si bien existe una gran cantidad de trabajos muy serios y comprometidos, que desde pequeñas obras proyectan ideas sobre problemas centrales de la arquitectura, abundan los desarrollos que parecen cerrarse sobre sí mismos, propuestas que parecen a mitad de camino entre la arquitectura y la instalación, sin que tengan mucho que decir ni en uno ni en otro campo.

La gran arquitectura, a lo largo de su historia siempre fue una cuestión del objeto excepcional dentro de la serie codificada. Inclusive Le Corbusier y Loos polemizaban sobre si Grecia o Roma respectivamente, era el modelo más pertinente para su estudio, siendo estos dos momentos muy claros y diferentes respecto de los modos de procesar estas opciones. La arquitectura en cada momento debe tomar posición sobre una serie de temas que hacen a su definición (citando al tratado de Vitruvio, esos temas serían: “venustas, firmitas, utilitas”). El carácter marcadamente técnico de estos temas hace que la obra de arquitectura opere siempre dentro de una genealogía. Se trate de genealogías de orden disposicional, técnico o formal, la arquitectura es una disciplina que no puede escapar a la conjunción de la complejidad técnica (en órdenes extremadamente diversos, empezando por tener que tener en cuenta a la gravedad) con la necesidad de dar forma. En la arquitectura de los últimos tiempos, la pequeña escala se ha convertido no en el desafío de investigar fuera de las mediaciones de la industria de la construcción, sino en la coartada para evadir los necesarios compromisos (de orden interno y externo a la disciplina) que toda obra de arquitectura debe asumir. La libertad ganada con esta acción no es ganada para investigar desarrollos posibles en el mundo de la arquitectura sino para liberarse de todo límite que cierre puertas a la ansiada visibilidad inmediata. Estas obras, en su carácter de objetos puros, terminan haciendo más cierto que nunca el axioma loosiano de que “la gran arquitectura puede ser descripta, mientras la mala arquitectura debe ser construida” o, incluso, la crítica que Boullée hacia al mismo Vitruvio, al decir que “la arquitectura no es construcción, sino concepción”. La máxima aspiración de estas obras es también su mayor problema: sólo existen para ser visibles, sólo tienen existencia en el mundo material.

La elección de estos dos proyectos de Adolf Loos, para tomar como eje de análisis sobre el tamaño en la arquitectura contemporánea, no es inocente. Él planteó una posición muy tajante sobre lo que la arquitectura podía hacer, y sobre lo que no podía, en el mundo de principios del siglo XX, mundo que parece no haber cambiado tanto para la arquitectura. Él vio lo absurdo del diseño total, del control del mundo de los objetos cotidianos por parte de arquitectos, diseñadores e inclusive artistas. Por eso despreció todo intento de estetizar lo útil y de tratar de trasladar el mundo de los oficios al mundo del arte.

Parece así estar cerrándose un círculo sobre este debate de la arquitectura moderna que se dio en las primeras décadas del siglo XX, debate que el rutilante éxito del autodenominado Movimiento Moderno tapó y que quizás hoy debamos volver a tener.

*En Otra parte N° 15, Buenos Aires, primavera 2008, pp. 51-54.

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