Por Oscar Fuentes y Silvia Schwarzböck
Design real no parece una muestra de diseño industrial. Pero no porque esté exhibida en una galería de arte. Después de mirar los primeros objetos (una cama colgada de la pared con el nombre de “cama”, una laptop apoyada en el piso y llamada “computadora”), tampoco parece una de esas muestras en que los objetos industriales, por estar descontextualizados, demandan la misma mirada que los objetos artísticos. Lo que se observa, en una primera panorámica, es que todos los objetos (desde un banco hasta un casco) están exhibidos como objetos abstractos. O, mejor dicho, cada objeto está exhibido de la manera más abstracta en que puede presentarse algo que, por ser un objeto, nunca podría ser totalmente abstracto. La abstracción pretendida (y lograda) en este caso no es más que el máximo grado de generalidad en que puede verse un objeto, más allá de cómo esté diseñado (una silla como silla, un pedazo de pavimento como pavimento). A este fin todos los objetos están presentados por sus nombres genéricos. No los acompaña ninguna información. Pero como los universales no existen, y los que están de cuerpo presente en las salas son objetos particulares de factura técnica, para saber el nombre basta consultar el folleto que uno recoge en la entrada. Allí puede verse que el objeto tiene un nombre genérico (escalera, cama), un nombre propio que puede ser pseudocientífico (la cama, por ejemplo, se llama “Frolexus Sentina”, ya que la empresa que la fabrica es “Froli”), clasificatorio (el banco se llama “Banc U140”, el megáfono, ER-1206W), o de fantasía (“Heaven”, la escalera; “Gregory”, la mesa), un fabricante (la empresa equivalente a la “marca”), un diseñador, un material, y una página web.
Al costado de la puerta principal, un cartel advierte que todos los objetos son reales, es decir, que no hay en el recinto prototipos, conceptos o modelos, sino artículos producidos en forma masiva en los últimos diez años; y explica que el curador, Konstantin Grcic (“uno de los diseñadores industriales más importantes del mundo”) lo ha querido así para que el visitante los vea como comprables (a pesar de que, obviamente, no se exhiben con precio). De modo que sospechar una cierta pretensión metafísica (por encima de la estética) parece lo más acertado. El cartel además, adelanta que en la sala central se encuentra un espacio, diseñado por Grcic, para investigar qué es cada objeto. Y también
especifica, con un laconismo que hace juego con la muestra, el que sería el credo del curador: la importancia de un objeto no radica tanto en el uso como en la identificación que su propietario alcance con él. Grcic, supone uno, debe haber leído a Hal Foster (o al menos Diseño y delito, su diatriba inspirada en Adolf Loos): vivimos una nueva época Art Nouveau, en la que se pretende que “haya arte en cada pequeña cosa”; si los objetos se diseñan bajo esta consigna, proveen de identidad a quienes los compren. Es claro que, si se inspiró en Foster, Grcic parece haber tomado sus palabras en sentido positivo y no crítico. De cualquier modo, cuando esa idea, positiva o negativa, aparece en un cartel como si fuera el tipo de advertencia (“conócete a ti mismo”) que se dice había a la entrada del oráculo de Delfos, aun con todo desprejuicio, uno la lee como la convicción íntima de un creativo publicitario.
La misma impresión se tiene al leer la parte más esotérica del credo del curador: que el buen diseño no es aquel que “realiza una finalidad de una buena manera”, sino aquel en que “la finalidad misma es buena”. Aplicada a esta formulación aforística, la palabra “esotérica” debe tomarse como un gesto de buena voluntad interpretativa de parte de los cronistas. (Uno de ellos, por cierto, recuerda que Kant comienza la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, diciendo que nada en el mundo, ni fuera de él, es bueno en forma irrestricta salvo una buena voluntad.) ¿Qué significa “bueno”, si lo que es bueno para la industria es malo para el consumidor? De hecho, uno de los objetos exhibidos es un señuelo de pesca: la sofisticada apariencia externa que cualquier lego advierte en él no puede estar diseñada sino para atraer el coleccionismo del pescador, más allá de su finalidad: el sufrimiento del pez. ¿No es acaso el diseño un aliado de la industria en la producción de objetos de obsolescencia programada? Cuando uno piensa en un diseño aliado del consumidor, le viene a la mente la triste historia de El hombre del traje blanco. Recuerda el calvario por el que pasa el personaje de Alec Guinness tras haber inventado un traje precioso que no se gasta, no se ensucia, ni pasa de moda.
Quien quiera liberar a los diseñadores industriales de las críticas a la Foster llegaría mucho más lejos si argumentara que no son ellos los que inventan el objeto. Por esa vía se puede cargar la responsabilidad moral sobre los científicos y tecnólogos empleados en la industria, que son quienes contribuyen realmente, con su saber específico y esotérico, a que los objetos industriales sean técnicamente obsoletos al cabo de un tiempo. Si los diseñadores colaboran con la obsolescencia programada es solo desde el punto de vista estético. Por eso Grcic, que se toma el loable trabajo de preguntarse cuándo un diseño es “bueno”, debería intentar la fundamentación contraria a la que propone el cartel de la muestra. Debería dejar de lado la bondad de los fines (pese a que suene cínico), juzgar sólo la forma del objeto, y postular que lo que hace al diseño fácilmente copiable/falsificable es el formalismo. De hecho es así como los objetos diseñados se vuelven realmente comprables para la mayoría de las personas. Pero lo que salvaría a su gremio por la vía del cinismo, daría a la muestra un tono ideológicamente inconsecuente, realizada como está en Serpentine, bajo el patrocinio del supermercado de diseño La Rinascente de Milán, de ARUP, Samsung y Wallpaper, entre otros.
Desde ya, no se trata de subestimar al curador para sentirse uno, como crítico ocasional, más inteligente, sino de constatar, no sin desazón, con qué facilidad las observaciones teóricas aun más inteligentes pierden sentido cuando intentan justificar el diseño (del mismo modo que las críticas a él se vuelven banales cuando moralizan el acto de consumir). Puede ser que en esta materia uno tienda a prejuzgar. Pero puede ser también que cuando una muestra de diseño tiene pretensiones intelectuales por encima de la media uno espere que vaya al fondo de la cuestión y se pregunte por su misma razón de ser: ¿para qué se diseña? ¿Para quién? ¿Pueden no diseñarse los objetos? (Si bien sólo la tercera pregunta, claro, tiene una respuesta no palmaria.) Incluso en los países comunistas había diseño y diseñadores. En todo caso, en una economía centralmente planificada el diseño no podía contribuir a la identidad del consumidor de la misma forma que en las economías capitalistas. De ahí que todos los que antes de 1989 visitaban países de la órbita soviética se sorprendieran del grado en que la fascinación por los objetos diseñados provenientes del capitalismo estaba asociada a la posibilidad del consumismo y de la moda.
Superada la experiencia del cartel, uno intenta concentrarse en los objetos. Lo primero que nota, después de la abstracción y la descontextualización que ya notó en la primera panorámica, es el ocultamiento completo del trabajo material anónimo. En las muestras de diseño industrial destinadas a diseñadores industriales, al menos, los objetos suelen estar despiezados. Despiezar el objeto implica sacarlo de la abstracción y volverlo concreto: mostrarlo en relación al proceso de producción y al trabajo anónimo implicado en él. Aquí, en cambio, los objetos están perfectamente cerrados sobre sí mismos, lo cual indica que se espera que sean considerados desde el punto de vista del consumidor (El consumidor se relaciona con los objetos técnicos operándolos sin abrirlos, porque para usarlos no le hace falta comprender cómo están producidas y ensambladas sus piezas). Esto lo corroboramos por accidente. Uno de nosotros, más familiarizado que el otro con la permisividad táctil de las muestras de diseño industrial, tocó el pedazo de pavimento (por otro lado, de un material totalmente indestructible). Al instante, un guardia se acercó a recordarle algo que habría sido innecesario en una muestra de obras de arte: que los objetos no podían tocarse.
La siguiente y última experiencia (el cartel mismo advierte que hay que dejarla para el final) es la consulta de la Enciclopedia de la muestra, la misma que aparece en el sitio web www.design-real.com). En la sala central de la galería hay un enorme círculo armado con bolsas de arena, apiladas de a cuatro, en el que uno puede sentarse a leer el texto en un kindle. Este es el único objeto diseñado que está permitido tocar y manipular libremente, aunque no se lo puede sacar de la sala porque está atado a una cuerda: ver los objetos y leer sobre ellos son dos momentos que están deliberadamente separados. Si uno cliquea sobre la palabra que designa un ítem, se abre una página con la información correspondiente. Lo primero que aparece es el nombre del fabricante (la empresa que lo ha patentado como un producto de su marca). El lenguaje, en este tramo, no se diferencia en nada del lenguaje publicitario. En el año tal alguien tuvo una idea brillante y fundó una empresa. Años más tarde, siendo una marca líder en el rubro, contrató a un diseñador brillante y le sumó al producto valor agregado. De todos modos, en estos casos, nunca se sabe si uno realmente lee o mira el texto por encima. Sobre todo porque, en caso de saltarse algo (o, incluso, de no leer nada), cualquier otro día podrá hacerlo más tranquilo en la página de internet. Pero, salvo por la glorificación del fabricante y del diseñador, siempre en este orden, y por el carácter de divulgación que tienen las explicaciones técnicas y los datos sobre los materiales (las fuentes más frecuentes son Wikipedia y Mecánica Popular), el resto de la información es bastante difícil de unificar. La página del banco trae más datos sobre el hormigón que sobre los modos de sentarse; la de la tijera de podar le dedica más espacio al movimiento Guerrilla Gardening que a la poda de árboles. Pero como algunos objetos de la muestra han sido más fetichizados que otros, por tener mayor inserción en la cultura, en el texto del espejo se incluyen las supersticiones que históricamente ha suscitado, y en el del corazón artificial, el video en You Tube de “Heart of Glass”, de Blondie. (Por cierto el corazón, único entre los objetos diseñados que no puede consumirse, no estaba en la sala; sólo podía verse en el kindle, como si, por tratarse de una tecnología sin competencia en el mercado, se temiera el robo intelectual o real.) Aunque muchos de los objetos representan avances técnicos en su tipo (el cuchillo de cerámica, la trompeta digital), no hay ningún dato proveniente del conocimiento tecnológico que establezca entre ellos un orden.
La misma falta de relación entre los objetos elegidos hace que la Enciclopedia de la muestra se parezca más a la Enciclopedia China que Borges hizo famosa por su arbitraria clasificación de los perros que a la de Diderot y D´Alembert, un verdadero “diccionario razonado de ciencias, artes y oficios” de acuerdo con su subtítulo y con el espíritu de la época. Los enciclopedistas dieciochescos eran genuinos herederos y continuadores del programa de Bacon, que había vinculado la ciencia con el bienestar, antes que con el conocimiento teórico, y el conocimiento teórico antes con el poder que con la verdad. Desconfiaban de los prejuicios mutuos que tenían los representantes de las artes liberales y los de las artes mecánicas. Como intermediarios entre los “inútiles contempladores” y los técnicos incapaces de explicar su método con palabras, ellos querían orientar la investigación teórica de acuerdo con sus aplicaciones prácticas, y relacionar con sus fundamentos teóricos las prácticas que se transmitían esotéricamente dentro de los gremios. Ni en la teoría ni en la práctica debía haber misterios ni excluidos. Al parecer, en cambio, los enciclopedistas contemporáneos de objetos de diseño quieren presentar como necesitado de un hilo de Ariadna un laberinto donde no acecha ningún monstruo, sino más bien la vulgar banalidad. Si de historia de los objetos se trata, lo mejor sería no descontextualizarlos para después devolverlos a su respectivo contexto artificialmente, por medio de la web.
En Noticias de la Antigüedad ideológica, la versión de El capital de Marx que filmó Alexander Kluge, se incluye un corto de Tom Tykwer en el que, en un plano general, la cámara recorta un sector de una calle y luego, por medio de planos detalle, se acerca a cada uno de los objetos. De todos ellos se dan los datos de nacimiento, mostrando que, dado que los objetos tienen historia, pueden ser tratados como verdaderos individuos. Si de lo que se trata es de ver los objetos diseñados con la misma distancia sideral que si fueran antiguos, esa tarea ya la hizo alguien, y bien hecha.
Lecturas:
Foster, Hal, Design and Crime (and Other Diatribes), London/New York, Verso, 2002
Simondon, Gilbert, El modo de existencia de los objetos técnicos, Buenos Aires, Prometeo, 2008
Rossi, Paolo, Los filósofos y las máquinas (1400-1700), Barcelona, Labor, 1970
Kluge, Alexander, Noticias de la Antigüedad ideológica. Marx – Eisenstein – El Capital, 2009
*En Otra parte, número 20, otoño 2010, pp 44-47
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