Por Oscar Fuentes
La creación de un tipo es el momento más intenso de la arquitectura.
Cuando Rafael Moneo emitió la sentencia que oficia de epígrafe a este texto, sabía perfectamente que ponía a la praxis arquitectónica en una dimensión temporal que excede las modas o pretensiones de expresión individual a las que muchos arquitectos son afines. El planteo define al trabajo del arquitecto como una operación dentro de tradiciones específicas de las que no se puede sustraer y menos ignorar bajo riesgo de cometer el peor de los anacronismos: el de postular como creación algo ya hecho. El trabajo de un arquitecto es, bajo esta mirada, un trabajo muy riguroso dentro de campos de conocimientos específicos donde lo objetivo prima sobre lo subjetivo (sin llegar a cancelarlo).
No ignora tampoco Moneo el hecho de que la creación de un tipo no es materia de voluntad de un arquitecto. Resulta siempre de la confluencia de demandas, prácticas culturales y, a veces, de soluciones técnicas que permitan un salto de paradigma en los modos de organización del espacio.
Quizá el último de estos momentos de intensidad que conozcamos se haya producido a fines del siglo XIX, cuando la confluencia de ciertas demandas (el alto valor de la tierra producido por la concentración burocrática en la Chicago de esos años) y algunas soluciones técnicas (la resolución del nudo de perfiles laminados desarrollado por LeBaron Jenney y el freno para ascensores creado por Otis), permitieron el desarrollo -por primera vez en la historia de la arquitectura- de torres capaces de albergar actividad civil con cierta densidad. Hasta ese momento, las torres -especialmente debido a los problemas de sostén: la cantidad de material soportante prácticamente no dejaba superficie útil- solo estaban destinadas a fines militares o simbólicos.
Y como pocas veces en la historia de la arquitectura, en las primeras décadas del siglo XX, todos vieron en este tipo arquitectónico una potencialidad de futuro que hizo que tanto importantes desarrolladores (especialmente en EE.UU.) como arquitectos de vanguardia con nula capacidad de acceder a este tipo de encargo (mayormente en Europa) se pusieran a pensar en sus posibilidades de desarrollo.
Las propuestas exploraron tanto su potencialidad simbólica (de hecho, la carrera por tener el edificio más alto del mundo sigue hasta hoy) como las posibilidades tipológicas (las relaciones de núcleo de servicio y profundidad de planta útil no han dejado de ser estudiados), los retos estructurales (donde el crecimiento en altura hizo que el problema dejaran de ser los esfuerzos verticales para ser reemplazados por los esfuerzos horizontales), las resoluciones constructivas (especialmente en los cerramientos y estructura) y tantos otros ítems que el tipo permite y reclama desarrollar.
Pero si bien los caminos se centraron mayormente en la eficiencia (tanto en los aspectos tecnológicos como en los tipológicos), hubo también pruebas que exploraban soluciones que no parecían tenerla como meta principal (o que la medían con otros parámetros).
Y es en este tipo de búsquedas que podemos situar un proyecto presentado al concurso organizado por el Estado francés en 1970 para la construcción de la nueva sede del Ministerio de Educación Pública.
El concurso, llevado adelante en una fracción de ese sector de París conocido como La Defense (sector que, como en muchas otras ciudades del mundo, se eligió para concentrar las actividades terciarias tanto del sector privado como del sector público y evitar los problemas de suelo y acceso de los cascos históricos), implicaba por definición el desarrollo de una torre. Las demandas de densidad y actividad hacían que las propuestas estuvieran restringidas a este tipo arquitectónico.
El proyecto presentado por Joseph Belmont y Jean Prouve para este concurso propone una solución muy particular a las demandas de organización del espacio de las actividades terciarias. Porque si bien opta por una planta cuadrada donde -de un modo obvio- coloca en el perímetro externo las oficinas para dejar en el interior los espacios de servicio (circulación vertical, sanitarios, archivo, etc.), lo particular de la solución se centra en su propuesta de que el centro de la planta sea ocupado por tres espacios públicos yuxtapuestos, cada uno con una altura de aproximadamente 40 mts. Estos espacios son delimitados por la planta cuadrada de los servicios que oficia además de estructura principal resistente del edificio. Esta es abierta en puntos que permiten no solo el acceso al uso de los servicios que contiene, sino además la iluminación de estas plazas elevadas. El espacio perimetral de las oficinas cuelga de la estructura definida por los servicios, lo que les garantiza una transparencia extrema. Para evitar sobrecargar los tensores y aumentar las posibilidades de estiramientos no deseados, los pisos de oficinas se organizan en tres bloques de 11 pisos cada uno (solución similar al contemporáneo Edificio Pirelli de Mario Bigongiari). El resultado es ambiguo, porque si bien el edificio se ve como una torre de base muy amplia (lo que la hace lucir como un edificio de plantas muy profundas), en realidad la planta útil de oficinas es extremadamente angosta (con un ancho de crujía mas propio de un edificio de vivienda que de un edificio público de oficinas), lo que genera oficinas de alta calidad (la relación superficie-perímetro es en ese sentido óptima), que pagan un precio muy alto en cantidad de circulaciones horizontales y sufren una mala proporción entre espacio útil y superficie total. Obviamente este es el costo que se paga por los espacios públicos generados en su interior, y que son, en realidad, el corazón de la propuesta.
Incluso la definición de estos espacios muestra que es en ellos donde se ha puesto la mayor carga del proyecto. Porque lo que el sector de oficinas tiene de repetitivo y regular, el sector de las plazas lo tiene de singular e inesperado. Por otro lado, nada de su extraordinario interior se evidencia en su rutinario exterior: lo que por fuera aparece como una muy eficiente resolución de fachada, en el interior se evidencia como una propuesta muy audaz de ampliación de posibilidades del tipo torre. Y si bien era común en los principios del siglo XX la existencia de espacios de uso público dentro de las torres (especialmente centros comerciales y restaurantes), esta propuesta genera espacios públicos de una muy alta calidad de definición en el contexto de un edificio público desarrollado en altura. Además de ocupar casi la mitad del volumen construido: un dato no menor para medir la eficiencia del edificio en tiempos de aire acondicionado.
El edificio finalmente no fue construido y la cultura arquitectónica perdió una oportunidad de verificar cómo hubiera funcionado esta audaz propuesta de construir un conjunto de plazas yuxtapuestas en el corazón de una torre.
*En Revista 1:100 número 44, mayo 2013, pp 74-79.
Comentarios