Por Oscar Fuentes
Desde hace algún tiempo, tanto en los Juegos Olímpicos como en cualquier evento deportivo internacional, el país organizador nos presenta los estadios en donde tendrán lugar las competencias como una muestra de sus aspiraciones y logros (en otras palabras, nos formula a través de ellos cómo quiere ser visto por los demás países). En los últimos juegos, dos edificios acapararon toda la atención, no tanto por sus valores arquitectónicos sino especialmente en virtud de sus nombres. Si los edificios públicos suelen tener nombres que a la vez explican su rol y conmemoran algo, los dos edificios de marras, el Centro Acuático Nacional y el Estadio Olímpico Nacional de China, nunca (o casi nunca) se nos presentaron como tales sino por sus respectivos apodos: el Cubo de Agua y El Nido de Pájaro.
Aunque me mantendré alejado de ese nuevo hábito de cierta crítica arquitectónica que consiste en hablar de obras que el crítico no ha visitado ni una vez, la información recibida por los múltiples medios permite sospechar que en este caso se trata de dos obras de valores arquitectónicos bien disímiles (con diferencia a favor del Estadio, por supuesto).
Pero antes que analizar los edificios, en estas líneas prefiero preguntarme qué significado tiene el espacio preponderante que ocuparon sus nombres en la transmisión de los juegos, qué sentido oculto tiene el nuevo hábito de algunos arquitectos de nombrar a sus obras, y que lugar ocuparon las respectivas metáforas utilizadas para nombrar los dos estadios en la percepción del carácter de estos.
La fascinación de los periodistas deportivos, que los llevaba a usar los nombres una y otra vez como si a los pocos días los edificios ya nos fueran familiares, probó que el operativo para convencernos de la amabilidad del país que los construyó había sido un éxito. Si en arquitectura la metáfora es un dominio pantanoso, la aplicación de nombres metafóricos (casi siempre peyorativos) por parte del público llegó a ser uno de los argumentos de la crítica que Charles Jencks realizó al Movimiento Moderno. Así, el nombre de Ballena Azul, aplicado por los habitantes de los Ángeles al Pacific Design Center de César Pelli, es usado por Jencks como ejemplo del descontrol respecto al carácter arquitectónico en que llegaron a incurrir ciertos arquitectos modernos en sus obras. En el caso que nos ocupa, sin embargo, los nombres, no provinieron de reacciones populares: fueron propuestos por los autores del proyecto y publicitados por la misma organización de los juegos. No resulta claro por qué ciertos arquitectos contemporáneos creen que elegir ellos mismos las metáforas por las cuales se conocerán sus obras implica una ventaja por sobre la confianza en sus valores específicos. Quizá las metáforas improcedentes – ¿Qué tiene que ver un Nido de Pájaros con los Juegos Olímpicos? ¿Qué tiene que ver una Ballena Azul con nadar?– se estén volviendo el único modo en que la arquitectura puede hacer memorable una obra para los mediatizados públicos masivos; y puede que estas obras sean los primeros ejemplos de una nueva categoría disciplinar mezcla de marketing, diseño gráfico, diseño industrial y (con suerte) algo de arquitectura, más pensadas para ser vistas en una pantalla o una fotografía que para ser vividas.
La desconfianza en la propia disciplina parece ser una constante en muchos arquitectos cuando se enfrentan con problemas de representación. El recurso a imágenes extraarquitectónicas para representar contenidos inexistentes que sólo buscan impacto mediático parece ser su único camino simbólico, pero posiblemente eso –el impacto en los medios– sea el fin último de estas obras.
*En Otra parte N° 16, Buenos Aires, verano 2008.
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